Busco un encendedor y no tengo ninguna
canción en la cabeza. Tengo hambre pero no pienso comer nada, me pongo en
huelga, me he puesto en huelga tantas veces por tantas cosas estúpidas pero con
la única intención de bajar de peso, y no lo logro, supongo que no tengo
suficiente fuerza de voluntad para ese tipo de cosas. Mejor no hacerlo, cuando
a la gente le entra la depresión y pierde todos los kilos y toda la chispa, estaría
deseando poder decidir en ponerse a dieta o no. Esos temas son bien tristes y quizá
es porque me siento un poco triste ahora, no sé bien porque, en su defecto sólo
estoy nostálgica y aburrida, no tengo nada que hacer me pongo a pensar
estupideces. Me salgo a fumar al porche de mi casa, y las estupideces en mi
cabeza se reproducen cual conejos en los mejores tiempos del año. Corren y se
echan maromas dentro de mi mente, se estiran en mi conciencia, patalean. De pronto
he leído, que a la gente le gusta escribir que se van a las cafeterías a
escribir, que se toman un café y piensan en la servilleta mojada como si fuera
la última del mundo. O que se tiran en el pasto de un parque, hablan de las
aves y de los solos que se sienten, de las ansias que tienen que les pase algo,
que les pase alguien, que consigan el trabajo que han deseado siempre. Yo escribo
casi siempre desde mi casa, desde la cocina. A veces no sé de qué hablo, si yo
tuviera que clasificarme como escritora de qué, no sabría qué decir, a veces
hablo del amor, a veces hablo del amor que no tengo, a veces del que me sobra. En
ocasiones escribo sobre mi trabajo o sobre las relaciones humanas, sobre mis
perros, sobre situaciones en las que nunca estuve, me invento cosas, me invento
escenas, lugares, tragos. Así somos los escritores, así de tontos y de mentirosos,
así de melancólicos, así de necesitados de la palabra y el lenguaje. Dichosos,
dichosos de que la gente sepa leer.
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