La noche fresca que no apareciste
Me gusto la forma en que me pregunto cómo estaba
cuando me escucho más ronca que una urraca. -¿Ya fue al doctor?- me preguntó y
yo le hice una cara, esa cara que dice, que las mujeres como una, sólo van al
médico cuando un dolor nos dobla por la mitad cuando se está en el super
eligiendo un cereal de trigo. Si yo le contará que ese día caí al suelo junto
con las cajas, retorcida por un dolor sin nombre, me dejaría caer esa mirada
paternal, escrutadora y protectora de siempre.
– Cuídese por favor- me dijo. Yo
le explique que la combinación de mi fin de semana, me había bajado las
defensas y que las cervezas estaban muy heladas. – Es que tal vez se las tomo
en el lugar incorrecto-. Y yo lo miré ya adivinando hacía donde iba y sin
preguntarle él solo contesto – O es que tal vez se las tomo con la compañía
equivocada-. Y yo solo dije que tal vez, porque era cierto que si él hubiera
estado ahí, no se me habría enfriado la espalda ni los pies.
Me gusto en especial, esa seguridad que tuvo de
acertar el origen de mis males y que él solo se haya proclamado la diferencia,
-el hubiera-, pero jamás el remedio. Pareciera que me castigará por no haber
acudido a él en una noche fresca y llena de corrientes. Tanta fue su curiosidad
por lo que sucedió que me tuvo que preguntar cuántas cervezas me había tomado.
– No lo sé, perdí la cuenta- le dije y su mirada de pronto estaba excitada y yo
supe que ese tema le gustaba demasiado. Esa tarde, primero me di cuenta de
aquello. Que la cerveza es algo que tenemos en común y los médicos es algo que
nos diferencia. Que su instinto protector se despierta casi con cualquier
rasguño y que yo me la paso entre la línea de la precaución y el accidente. El
segundo suceso que se agregó al día fue
también definitivo. Mientras él salía yo
todavía lo miraba, apenas dio tres pasos en la banqueta de la calle cuando un
coche color rojo por poco lo arrolla. La defensa del auto quedo empujándole las
piernas y el alzo los brazos en forma de reclamo hacía el conductor. Mi corazón
no tuvo ni siquiera tiempo de sufrir el parálisis habitual del –Estuvo muy
cerca- y todavía antes de marcharse por completo, me volteó a ver y me sonrió y
en su cara pude ver muchas cosas. La primera fue una advertencia que decía que
no lo distrajera más. La segunda decía que esa distracción casi le cuesta las
piernas. En la tercera me dio a entender que era completamente capaz de
cuidarse a sí mismo y por lo tanto cuidar a los demás. En mi cara él también pudo ver algo: Que no
era capaz de quitarle los ojos de encima.
Firma Carol,
Qué fácil es escribirle a la gente que no está
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