El eterno colguije de tu nombre en mi pared
Lo habitual era que nos buscáramos de noche, había cierta
hora en la que los dos encontrábamos una zona neutral para hablarnos, para
agredirnos con palabras cariñosas que resultaban rasguños gracias a la
distancia que nos separaba; sin embargo esa distancia no estaba en función al
espacio sino al atrevimiento. No nos atrevíamos y eso nos separaba. Nos
buscábamos a tientas porque teníamos miedo, a pesar de los años y todavía peor
que a pesar de esa condición de antigüedad, aún éramos desconocidos en muchas cosas.
Por eso digo que la única constante que nos unía era la fidelidad que nos
teníamos, el cariño no consumado del que hablábamos todo el tiempo, las
palabras que nos acariciaban cada vez que nos releíamos, yo en mi cama y él en
la suya.

Por
eso él siempre dijo que nos pertenecíamos y no era cuestión de decírnoslo.
Estábamos condenados a desearnos porque cuando tuvimos la oportunidad no la tomamos;
sin embargo ese no era nuestro arrepentimiento: nos gustaba estar unidos por el
mismo presentimiento de que éramos uno
para el otro, aunque en la vida real las cosas siguieran un trayecto diferente.
Por si acaso, a veces nos decíamos –Soy tuyo- y menos queríamos quitar el dedo
del renglón, más queríamos echarnos las manos encima.
Hazme el album de fotos que me prometiste
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