El destino de los equinos
Nuestro encuentro fue violento; fue casual pero violento, y por lo tanto también fue excitante. La puntualidad de nuestros sentimientos fue la misma cuando la sangre acude al llamado de la herida, cuando la lengua despierta al sentir que unos labios tocan la puerta. Así nos encontramos con el mérito mutuo y con la certeza de que él que persevera alcanza.
El entusiasmo de la
primera vez nos ha alcanzado en proporciones iguales, hasta el día de hoy. En
cada oportunidad nos recordamos las razones que nos unieron, los objetos
inanimados, los equinos, la intolerancia a la ivermectina en la piel, la
reproducción acelerada de los glóbulos rojos, los parches nasales. –Si no fuera
por eso, no nos habríamos encontrado- me dijo el otro día, quizá ayer o es que quizá
ayer me lo volvió a decir, como si todavía no se la creyera, como si fuera
imposible, como si ¿Qué hace alguien como tú con alguien como yo?- le pregunté mejor;
para amortiguar tan discreto golpe del destino solo seguimos haciéndonos preguntas
y las contestamos cuando se nos dio la gana. Eso que les he dicho fue el
principio y lo actual; pero lo que hubo en medio de esos dos eventos fue
realmente agresivo, como dos personas que se estrellan en la calle chocando sus
hombros con fuerza, se miran y se van sin pedir perdón; nos miramos con desafío
y como si no volviéramos a vernos nunca más, como si no pudiéramos volver a
encontrarnos pronto: nos atacamos. –Me gustas- me dijo – Quiero conocerte- y yo
respondí, con la misma fuerza iracunda con la que él me ataco – Gracias a Dios,
pensé que estabas ciego-
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