Traspasando establos





El caballo portugués de veinte mil dólares que compraste ya no se tranquiliza cuando le tocan el diamante que tiene en la frente, a veces piensa en nosotros, tú piensas en él y yo pienso en ti. El establo imaginario que le inventamos en nuestro interior para que no se sintiera huérfano se cayó a pedazos, en el primer intento de no olvidar como sacudía la cabeza hacia todos lados como queriéndonos decir algo. Yo lo quise bautizar de nuevo pero no sé dejo porque le hacía falta que nos paráramos en frente de él, como aquella vez que con los pies enterrados en el fango mirábamos como le brillaba el pelo, tú apretándome tan fuerte la mano que sentía que los dedos se me iban a desprender.
La noche que te fuiste sin querer lo deje amarrado del paseador, así que se quedó doce horas caminando en la misma dirección y te juro que yo dormida sentía que el caballo caminaba en mi cabeza haciéndome una zanja por las mil vueltas que había dado y aún así yo no podía despertar de ese sueño. Supongo que esa fue la forma que encontramos de esperarte a que volvieras, en un carrusel perpetuo dónde la música de circo comenzaba a volvernos locos. 
A la mañana siguiente volví a querer cambiarle el nombre, pero ahora fui yo la que no pudo cuando un aire con olor a desierto vaciaba y volvía a llenar la caballeriza que algún día, con todo el dolor del mundo, tendríamos que traspasar. Ahí entendimos, yo con la mano en su cuello y el con las orejas hacía atrás, que tendríamos que inventar que te habías ido a otra ciudad para qué los otros no preguntarán porque el almacén estaba vacío, porque el heno se había deshecho debajo de nuestros pies, porque el primer corte de alfalfa tenía un sabor amargo.
            La siguiente vez que te vi, el mismo corcel  al que habíamos dejado ser campeón solo una vez, se me quiso salir del pecho como si mis costillas fueran las puertas del carril. Sin embargo cuando tú me devolviste la mirada lo detuviste como hacías siempre, porque tus ojos tienen algo, algo extraño que nos provoca calma, tal vez era el saberte dueño, dueño de los dos y de lo que alguna vez mereciste. Tendré que decir ahora que así fue cuando heredaste a todos los equinos que nacieron en este pecho, cuando ayer me jalaste hacía ti y pude olerte el cuerpo otra vez.
          Me pregunté cuántas veces habías sentido el mismo miedo que yo, de llegar una tarde y encontrarlo muerto, tendido en el fango con los ojos bien abiertos y la lengua llena de moscas. Quién sabe si volveríamos a ese lugar, en el que repito de nuevo: dos mundos se unieron desde lejos.
De una cosa si estoy segura, cuando piensas en mi te aplasta la misma estampida que me recorre los huesos cuando pienso que lo dejamos huérfano, por culpa de no podernos querer. 

El domingo pasado perdí las riendas y casi me mato, mi yegua es todavía más orgullosa que yo 
Firma Carol



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