La noche que el bosque se desvelo

             


Por la mañana ella tenía aliento insecticida, el mismo del que habla Oliverio Girondo en su mejor fragmento “No sé, me importa un pito..”, y a él tampoco le importó; más le importaba que él era el único testigo entre mucha gente de esa boca llena de alcohol y tabaco. Esa mañana ella tenía ojos de mapache sobreviviente de una noche en la que las cantinas del corazón quedaron casi vacías, pero eso no le importó, lo único que quería era que cada vez que ella abriera los ojos se encontrará con él, como única pregunta y única respuesta entre el mundo de los mapaches. Que más le daba si dormía con ella sobre el piso o sobre una rama, sobre un velero o sobre una trampa; que más le daba si al día siguiente sentía la resaca de su ausencia, si el hueco de su cuerpo se extendía infinito sobre la noche cruel. Le acaricio la línea de la espalda largamente hasta que el brazo se le durmió y comenzó a despertarle la duda de si era mejor tenerla dormida o mantenerla despierta. 
         Tenía tan cerca su oreja que la parecía que podía escuchar sus pensamientos y sus crujidos eran otra cosa que no podía ignorar, quizá ella estaba soñando que pisaba las ramas de la entrada del bosque y de vez en cuando se espantaba con la mano un pájaro que se le enredaba en el pelo y cuando bajaba el brazo lo dejaba sobre el pecho de él. Le pareció que ella hacía que la noche avanzará más rápido y luego supo que ella, precisamente ella,  valía todas las develadas del mundo, que todos los bosques del planeta no bastaban para que ella pudiera recorrerlos mientras él la veía dormir. Apenas le importaba que al día siguiente no hubiera ramas ni pájaros rotos, se dio cuenta que estaría solo y sin ella, porque una cosa si era cierta, estar solo era una cosa, pero estar solo sin ella era una cosa peor. Después toco sus costillas y al sentirlas se dio cuenta que había un hueco notorio entre cada uno y casi quería medirlas con los dedos, parecían un cultivo perfecto de temporada, pero lo único que ahí florecería al amanecer sería él; él y su suerte de esa noche; todos los azares del mundo y todas las casualidades forzadas jamás podrían haberlo llevado a ese lugar, tan perfectamente como había llegado. No le importaba quien lo hubiera visto perder la cabeza, no le importaba nada excepto el miedo de que esa noche no se volviera a repetir. 


Firma Carol, 
casi nos mata de frió el sereno. 





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