Fragmento IV: Escribo sobre a alguien que en ocasiones escribe sobre lo locos




-Nada del cuerpo me duele, mi única enfermedad es esta maldita nostalgia que me ataca a cualquier hora del día sin importar cuanto tiempo reste para que yo pueda llegar a casa y entregarme a ella.- Escribía Melina en su ordenador mientras se reproducía una lista de Catpower a sus espaldas, se sirvió un vaso de whisky, el último trago que le quedaba a la botella. Apenas eran las siete de la tarde y ya la había tomado el primer arrebato de nostalgia. La única técnica que conocía para escapar ilesa, sin cometer una sola locura como llamar a quien no debía o meterse a un bar cercano para ver a quien cazaba, era escribir. Se imaginó que si tuviese un terapeuta, este le pediría que escribiera en una cuartilla o dos, como se sentía y que era exactamente lo que le agobiaba. De todas formas no le causaba ningún alivio, que su deseo de escribir, y que ese deseo que era antiguo ya, existiera en función a la nostalgia que la carcomía. – Yo quisiera escribir siempre, no solo cuando me atacan las memorias y el deseo de volver al pasado. Quisiera poder escribir tranquilamente sobre los aeropuertos, sobre las cafeterías y sobre los perros; pero no puedo. Me sobrepasa el drama que llevo dentro y urgentemente, me llama la necesidad de escribir historias tristes, historias tristes de tres renglones de mí. Y lo peor, lo peor de todo es que escribo, casi para no decir, ni por error que de pronto me siento sola. Que me convierto en el cachorro que se queda afuera de su propia casa, esperando que le abran la cochera. Y ese cachorro no se va, no se atreve a irse, tan solo por la fatiga de encontrar otro dueño que le quiera, por la fatiga de tener que renovar su contrato de fidelidad y entregárselo a otro. Así estoy yo. A veces me quedo fuera de mi propia casa, fuera de mis propios conceptos; me deslizo entre las tinieblas de las probabilidades de mi pasado. Es decir, que pienso qué pude haber hecho y hago un mapa mental con todas las escenas posibles, todas las palabras que se pudieron haber dicho. Pero por obvias razones, esas probabilidades nunca cambian. Me siento una extraña en mis propios terrenos. Me pierdo y no vuelvo hasta al amanecer.  Pienso en la locura, pienso en que hay dos clases de locos, los locos número uno que son los que están con personas más locas que ellos mismos. Pero esos locos número uno no estuvieron locos desde el principio, se contagiaron de sus acompañantes y de sus delirios, de su inseguridad, de sus ensoñaciones. Los segundos locos son aquellos que prefieren fingir que la locura no existe, aquellos mismos que comparten su vida con algún loco y que han aprendido a evadir escenas claras de locura, visiones, sueños, recuerdos que no existieron. Estos locos quieren avanzar por el camino de la cordura ignorando la locura de sus cercanos, olvidándoles, dejándoles que los pájaros les piquen la cabeza, igual que a los niños cuando les ignoran después de que le han dicho a sus padres que ven fantasmas que comparten sus juguetes con un amigo imaginario. Los padres bien saben que eso puede ser cierto, porque ya lo vivieron, pero decidieron el mundo tangible, no el imaginario. Me pregunto ahora que habría sido de mí y que clase de loca seria si me hubiera quedado más tiempo, por ejemplo con mi loco favorito. Aquel que me inspiro a clasificar a los locos en dos, aquel que en sus arrebatos de cordura, que eran menos que los de demencia hasta el nombre se cambio (...) 



Tengo el placer de decirles que este es un fragmento de la historia en la que estoy trabajando, que hoy llegue a la pagina ciento noventa y que la inspiración ha vuelto a este cuerpo tan necesitado, espero que les guste y como siempre es un placer saludarlos, 

Firma Carol 

Comentarios

  1. Enhorabuena Carol, la historia leyendo este pequeño fragmento merece la pena y ciento noventa páginas no son pocas.

    Un beso

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