Palabras que comprometen



El mismo día que se levantó por la mañana sintiendo que el mundo se estaba empequeñeciendo, ese día la vio; más nunca se atrevió a decir que la había conocido. La había visto como se ven las cosas que no tienen ni vértice ni esquina, mirando por sobre los objetos, a través de los cristales o por encima de las gafas: la había visto como se miran los eclipses solares. Primero con la incertidumbre de saber de dónde venían los rasgos de su cara; luego con la certeza de que si no los volvía a ver, un eslabón en la genética de la belleza se le habría ido entre las manos, aunque él no fuera ningún responsable simplemente voluntario.
La siguiente vez que la encontró tuvo una sensación extraña, como si acabara de despertar después de que tenía horas fuera de la cama, pero más rejuvenecido. A su edad ya había pocas cosas que le causaban la emoción que exigen los jueves o los sábados. Para colmo ese era un lunes y lo que había sentido no le parecía cualquier cosa. Le sucedió al revés a como dicta el orden natural de las cosas: cualquier hombre en su misma situación habría cambiado a su esposa por una mujer más joven y efervescente. Pero a él, que era normal hasta ese momento en el que el mundo se achicaba, ya le tenía agobiado la forma en que su mujer fingía renovar las cosas, la vida y el sexo porque ya sentía en los talones su propio aburrimiento. De modo que se había vuelto escandalosa e infantil, hacía de las cenas un zoológico y en la cama cualquiera de sus palabras le bajaba el ánimo como si lo estuvieran dejando caer en un pozo.
Aquel día cuando su seriedad le impresiono igual que impresiona la grosería, al irse le dijo –Es usted muy amable, señorita-; Obligándola sin querer a ser amable, como un reflejo que fue sometido por la forma en que esas palabras sonaron en su boca. Es extraño, como la fonética y el modo de ciertas palabras nos hacen comprometernos aunque estas palabras mismas no impliquen compromiso, igual que en este caso que no sería el primero ni el último entre ellos dos. Volvieron a verse en las mismas circunstancias de antes ahora sonriéndose como si estuvieran conscientes de lo que ambos sabían. –Como siempre fue un gusto- le dijo y hasta él mismo se espantó de su atrevimiento que no era habitual. Su misterio lo había enganchado porque en su vida las cosas fáciles ya estaban obsoletas y cuando supo que no todos le cumplirían el capricho: se aferró más. El mundo se le había inflado ese día, aquella mañana que parecía igual a las otras en la que salió de su casa dando puntapiés. Se sintió estúpido y ese fue el principio de una juventud que no estaba dispuesto a volver a soltar. 


Yo que me he vuelto una prorroga de lo ajeno,
Firma Carol 



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