Maldita curiosidad



Sonó el teléfono varias veces, quiero decir, ese teléfono suena todo el día pero mi oído estaba más al pendiente que otras días. Ese sentido desarrollado en el momento me hizo pensar –Hoy viene-, pero él nunca cruzó a la que ahora yo llamo mi puerta. Varios días han pasado desde la última vez que lo vi, desde el último encuentro más importante desde el que yo creo que no habrá vuelta atrás. Es rara esa frecuencia en la que nos vemos y esa adivinanza de cuándo será la próxima vez me hace caer en la desesperación, más bien en la ansiedad.
Cuando me llamo yo atiné aunque ya muy tarde, a buscar el teléfono del que marcó en el identificador de llamadas. Calculé la hora y solo podían ser tres números telefónicos, uno no tenía lada local, el otro me aparecía incompleto y uno más era un teléfono de casa. Naturalmente el número incompleto no me servía de nada,  el número de casa no era nada probable puesto que me había llamado desde una tienda de autoservicio parado enfrente de la heladera para peguntarme cual nieve prefería de acuerdo a mi antojo. Finalmente me quede con el número que no correspondía a la localidad, lo anoté en mi libreta y estuve tentada desde entonces a llamarlo. Sí él podía llamarme a mí, con aparentes motivos inventados, yo podría hacer lo mismo y devolverle el favor de ponerme en contacto sin que él lo esperara.
Ninguno de esos días me atreví a hacerlo, primero porque prefería el encuentro frente a frente, segundo porque me daba miedo enfrentarme a su voz y a las condiciones en las que él se encontrará en ese momento. Hoy mi falta de paciencia terminaba por convencerme de llamarlo, pero según mis cálculos no restaba mucho tiempo para que volviera a aparecer y lo que sucediera, que era incierto, ya me lo estaba saboreando. Sin duda si lo llamaba (claro que cabía la posibilidad de que el número no fuera ese) esa próxima visita, la reunión entre los dos, no me sabría a lo mismo.
Primero pensé en enviarle un mensaje de texto pero tendría que pensar muy bien que iba a escribir para obtener la respuesta que quería, es decir una confirmación de que era él.
El mensaje me privaba desde un principio del derecho de reconocer su voz a través de la línea, sin duda no quería que nuestra llamada fuera la de dos personas que conversan sobre cualquier cosa o sobre las cosas esperadas. Quería que atendiera a mi extorción, igual que yo atendí a la suya cuando escuche por primera vez su voz (todavía sigue siendo la primera) a través de la línea; quería que mi voz le sofocará igual que cuando yo lo escuche, quería que después sintiera que esas palabras eran una caricia igual que cuando yo colgué y finalmente deseaba darle paso al juego que ya habíamos iniciado.
            Desde luego descarté el mensaje, no sabía cómo controlar esa conversación por escrito (a pesar de que soy buena en los juegos de palabras) por lo tanto no me pareció una buena opción. Si no descubría mi identidad en el mensaje que yo eligiera ahí habría muerto mi intento de comunicarme y habría gastado, como bien dicen por ahí, mi pólvora en diablitos.
            Cuando consideré que la única opción era hacer la llamada, primero tuve miedo de que si no reconocía su voz, tendría que decir cualquier cosa, acaso preguntar por una persona o colgar. Sí, sí era él y yo no lograba identificarlo y procedía a hacer cualquiera de las tres opciones anteriores, habría arruinado nuestro juego de seducción. Y yo tengo que ser lista en eso, como si fuera un experta, porque su experiencia no puede abatirme más de lo que ya me abate su físico, al menos en inteligencia debo ser competente, presentarme a la altura para poder tener derecho a seguir jugando.
            En vano resulto pensar que podía llamar, esperar que timbrara una o dos veces y luego colgar. Parece un hombre bastante curioso como para que yo piense que me regresará la llamada; sí él tiene mejor memoria auditiva que yo, si guardó mi voz en el fondo de su sistema me reconocerá y no habrá necesidad de tener que identificarnos que es a lo que yo le tengo miedo en este caso. Si no me reconociera volvería al mismo sitio en el que no sabría que decir y tendría que colgar como una adolescente.
He analizado tanto esta situación que me parece una trampa maldita su ausencia aun si no fuera intencional. Así como llamo una vez puede llamar una segunda, puesto que no encuentro motivos para que eso le cause temor una vez superado la primera vez.         Si yo fuera él habría llamado tan solo para saludar bajo el temor de que yo lo olvidará; yo me haría presente, mi personalidad es así, pero tal parece que la experiencia que tiene, de la que ya les hable antes me está superando. ¿Les ha pasado? ¿Qué les gana la necesidad de saber de alguien? ¡Maldita curiosidad! 


Firma Carol, 
La misma loca del otro día 

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