Un tal conquistador
29 de septiembre
Su deseo de que le escriba me sorprendió. Tomé una hoja
reciclada y en el primer borrador escribí incoherencias, no sabía cómo empezar
ni siquiera sabía si debía escribir “A quien corresponda” por si alguien nos
descubre, o si podría con toda la libertad comenzar con un “Querida”. Cómo
podrá ver, yo también soy un hombre paranoico y convencido de que nadie podría
creer que yo llegaría a escribir un recado tipo carta, finalmente me relaje.
Su deseo de que le escribiera me pareció una orden; yo nunca
sé muy bien que decir, soy torpe en mis acciones y en mis palabras, tanta es mi
torpeza que necesite de un largo tiempo para elegir bien que quería decirle. Al
final no supe si tenía que hacer una confesión o simplemente un comentario sobre nosotros, o sobre el clima. No soy bueno en
los juegos ni en los acertijos, a veces hago jugadas que no tienen fundamento, como la última vez que la llame por su nombre en voz alta a la mitad de un
lugar público. Ese día caí en cuenta de la diferencia. La diferencia entre una
imagen y la otra, la diferencia entre nunca escribir y luego tener que hacerlo, la
diferencia entre que yo dijera su nombre en voz baja en la soledad de mi
oficina a que lo dijera al aire libre, con el tono de voz de un necesitado, La diferencia entre llamarla y que no este, entre llamarla y atraerla hacía a mí, como esa vez que me escucho y de ir volteando hacía el frente usted girara y me mirará como si
fuera un desconocido pronunciando su nombre.
Sí alguna vez la encuentro en la calle, en un lugar que no
sea ese, en diferentes términos en los que nos hemos encontrado, seguramente la
llamaré con la libertad de que seamos desconocidos, nuevos y principiantes de
otros escenarios. Ahí no hay diferencia, tampoco sabré que hacer. Seguramente inventaré
un pretexto igual de tonto al que en ese momento logré improvisar. Espero que
con el tiempo deje de necesitar las excusas y pueda hablarle de frente. Si eso no es posible sugiero que inventemos un sistema de claves. Un código en
el que podamos hablarnos y que yo entienda el mensaje oculto que quiera decirme
y que yo pueda decir libremente sin temor de que nos miren feo algo que signifique lo mismo a : Me da gusto verla
Esta idea me vino cuando el otro día en una cita escrita en
una tarjeta de amor leí lo siguiente: “Entre
las gentes, a un lado de tus gentes y las mías, te he dicho «ya es tarde», y tú
sabías que decía «te quiero»”. Pensé en usted y no me pregunte porque estaba
leyendo tarjetas de amor, no me pregunte que hacía hojeando como un adolescente
sin recursos poemas de un tal conquistador llamado Benedetti. La sensación de
usted me duro tantos días que cuando termine de ser otro, otro que no soy siempre,
otro que de pronto acepto y otras veces me parezco ridículo, ese día solo
pensaba que necesitaba otra dosis de usted. Por eso tuve que volver a su encuentro, más
nervioso de lo habitual, más torpe que nunca, pensando cómo hablarle, mirando sin
mirar los anuncios que cuelgan fuera de su puerta, volviendo a mirarlos para hacer tiempo en lo que
esperaba mi momento, en lo que tenía su atención. Para que finalmente llegará
como si nada, como si estuviera acostumbrada a mi presencia o a la presencia de hombres como yo a decir “Deje de mirarlos, ya se los
sabe de memoria”.
Hay nombres que suenan diferentes en ciertas bocas,
Firma Carol
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