Mujeres hechas de mercurio
Me besó y luego me pidió que me fuera. Me beso por vez
primera y ella con la ventaja de controlar el beso,de controlar mi boca, de controlar con mi vida, me dijo –márchate-. No sé porque yo sacaba la cabeza
por la ventana igual que un chofer para avisar una maniobra: nuestro primer
beso, ese que no se iba a repetir otra vez, me tomo desprevenido. La tomé de la
nuca para que no se me escurriera entre los labios pues siempre había sabido
que su cuerpo estaba hecho de mercurio, esa extraña sustancia que se va entre
los dedos y es casi imposible de recuperar.
-Éste beso es la forma en que te digo que ya no quiero
estar en stand by- me dijo mientras se pasaba un dedo por la comisura de los
labios como si se limpiara las sobras de nuestro beso. Yo sentí que si me
hubiera visto en un espejo habría podido distinguir su saliva de la mía, como
si la luz ultravioleta fuera algo muy mío desde siempre y yo lo acabara de
descubrir. Sin embargo lo que me preocupo fue que ese beso era una amenaza y a la vez,
una especie de despedida: Inteligente forma de hacerme saber de qué iba perderme
toda la vida si no me decidía a hacer algo, pues estábamos atrapados en un amor
que no se atrevía a dar el segundo paso, en un amor que avanzaba tres pasos y
retrocedía dos.
Siempre me pareció que el tiempo afuera de su oficina transcurría
de manera diferente que en el resto del mundo. Me beso y luego me pidió que me
fuera, pero antes ya me había puesto la mano en el pecho y yo había temblado un
poco. En ese momento todavía éramos los mismos, de eso estoy seguro, chistes,
algún retazo de reclamo tierno, un cabello suelto suyo en mi camisa, lo mismo y
lo necesario para que yo estuviera tranquilo y satisfecho. De la bolsa de su pantalón
sacó la carta doblada en ocho partes y con la confianza de quien le pertenece
un gesto único: dejó caer el papel dentro del bolsillo de mi camisa. Fue ahí
cuando termine por enterarme de que ese encuentro no iba a tener la misma
resolución que los otros, que ese encuentro era muy distinto a los anteriores,
cuando sentí que la carta me quemaba la piel igual que una brasa encendida.
-No, no la abras todavía. Léela cuando estés lejos de aquí,
cuando estés solo en tu casa- dijo cuando
yo intenté sacarla porque temía que comenzará a oler a carne quemada. Me asustó
no poder hacer ningún chiste sobre eso y para asegurarse, con una pluma dibujo
un ojo en la palma de mi mano un ojo muy parecido a los ojos de ella. – Te
estaré viendo a través de este ojo y sabré si abres la carta antes de tiempo- tampoco
pude hacer un chiste sobre la falta de confianza que de repente, ya había entre
los dos. Ya no éramos los mismos.
Conduje como loco a casa para respetar el acuerdo, falté a
dos trámites que tenía que hacer pues en ese momento me resultaron menos
urgentes que el contenido de la carta. No terminé de estar dentro cuando ya
desdoblaba el papel con la desesperación de un psicótico.
“Está es la oportunidad de que yo me abra como se abren los
libros. Dime qué somos, hacía donde mira nuestro horizonte. Porqué me siento
culpable cuando miro a otro como yo quisiera mirarte siempre a ti. A qué hora
vienes que no terminas de venir. No digas cosas peligrosas que yo pueda tomarme
muy enserio. No me envíes dobles mensajes, tú mejor que nadie debe saber lo
toxico que resulta eso. Ya no quiero que seamos unos indefinidos…”
En resumen eso era lo que había dentro y lo que más ruido
habría causado en mí; una quemadura de tercer grado era lo menos grave que
habría podido ocurrirme.
No importa lo rápido que viaje la luz, siempre se encuentra con que la oscuridad ha llegado antes y la está esperando.
— Terry Pratchett
— Terry Pratchett
Firma Carol
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